Benigna era la tarde soleada en el convento.
El susurro de las hojas de los árboles se confundía con la suave marcha de los frailes franciscanos.
Un pequeño irrumpe a toda velocidad, valiéndose de sus ágiles piernitas para hacer avanzar su gran nave de conquistas.
El mundo era suyo y lo habría de explorar a dos ruedas. Sin más, sale presuroso por el portón cuesta abajo, para perderse entre una estela de polvo.
Un hombre mayor que lo vio pasar, recordó en un parpadeo de memoria cuando él mismo hacía descubrimientos montado en su bicicleta.
Nostálgico, lo miraba alejarse entre las estrechas calles del pueblito, comprendiendo entonces que en la vida hay tiempo para experimentar y otro para admirar la grandeza de la Creación.
Tzintzuntzan, Michoacán (Enero, 2016).